Tiene que ver con el fenómeno “inercia térmica”. Cómo influyen los vientos, los días nublados, la latitud, las corrientes y el calentamiento global en la experiencia de un chapuzón
Foto: Christian Heit
Quienes con impaciencia mojaron los pies en el mar a comienzos de diciembre, por ejemplo, en Mar del Plata, se encontraron con aguas con una temperatura de 17°C, algo superior a la que se registra hoy en Viña del Mar, Chile. Pero quienes lo hicieron a mediados de enero, ya disfrutaron de unos más benignos 20°C. Y los que aguarden a darse un chapuzón en febrero tendrán una recompensa aun mayor: el promedio de temperaturas para ese mes durante la última década fue de 21,2°C, con máximos de 24°C, equiparable a la de Búzios y apenas dos grados menos que lo que se registra por esta época en playas de Florianópolis, el destino brasileño más popular para argentinos antes de la pandemia.
Los datos, que surgen de sitios que publican la temperatura superficial de las aguas a partir de registros satelitales y consignan el promedio de los últimos diez años, son claros: febrero es el mejor mes para bañarse en la Costa Atlántica argentina. En balnearios como San Bernardo, Pinamar, Mar del Plata y Necochea, durante febrero el agua es entre 0,5 y 1,1°C más cálida que en enero, en promedio. Y después del pico, los registros térmicos vuelven a bajar en marzo.
El fenómeno tiene una explicación: la capacidad calorífica de los grandes cuerpos de agua y la llamada “inercia térmica”. Lo mismo que explica intuitivamente que una olla con cinco litros de agua bajo los rayos del sol se calienta más rápido (y se enfría con igual velocidad cuando llega la noche) que una pileta de lona que contiene un volumen 900 veces mayor.
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